El verano va dando sus últimos coletazos. Este ha sido un verano muy especial. He aprendido a disfrutarlo de otra manera. Hacía tiempo que no me paraba a disfrutar de las cosas pequeñas, cotidianas y en realidad, de las más cercanas.
He aprendido a darme tiempo a mi mismo, a escuchar mis emociones, detectar de dónde venían, lo que significaban y qué me estaban diciendo. Es un ejercicio muy gratificante que te abre la mente y hace conocerte a ti mismo, dándote una tranquilidad y sosiegos que te hacen cambiar la perspectiva de todo lo que pasa alrededor.
He conectado mucho más con las personas, en particular con la familia, entendiendo mucho mejor las razones de sus respuestas y reacciones, desde una empatía mucho más profunda.
He practicado la gratitud. A veces en silencio y otras en voz alta. Cuando consigues que esté presente en casi todos tus actos, te da la impresión que apenas hay agresiones externas, porque dejas de verlas como tales.
Pero queda mucho por practicar. Así que seguiré reservando momentos diarios para encontrar esos atardeceres inspiradores. Atardeceres de verano, de otoño, de invierno o de primavera. Por que este no es un ejercicio sólo de vacaciones.
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